Cancrini continúa en esta obra con su labor de integración del enfoque sistémico – sobre todo la terapia familiar de la escuela de Mara Selvini - con aportaciones relevantes del psicoanálisis: Freud, Kernberg, Mahler, Lorna Benjamín, en la búsqueda por comprender el caso clínico concreto sin desatender aspectos relevantes. Esta obra nos ofrece una indagación seria, profunda y original, sobre uno de los aspectos más complejos de la actual psicopatología, como es el difuso concepto de lo “límite”. Ciertamente, el término utilizado por Cancrini es el de “borderline” y es al que nos remitiremos en este comentario, frente al de nuestra mayor preferencia que es el de “límite”. Esta obra incluye multitud de casos ilustrativos y de cuadros sinópticos que hacen la lectura muy amena y comprensible. Ofrece también la aplicación de sus conocimientos psicopatológicos a individuos y a grupos, a casos clínicos y personajes ficticios – cine y literatura - y reales (Mujercitas, “La Mala Educación” de Pedro Almodóvar, Hitler, Stalin, Lavrenti Beria, Robespierre, la Revolución Francesa, etc.).
Con fino humor e ironía, la obra comienza en el prólogo con una conversación imaginaria con la sombra de Freud, intrigado por el término “borderline”, diálogo que retomará en el epílogo. Este Freud-Cancrini realiza perspicaces observaciones sobre esta nueva construcción“… esta bendita “frontera” es mucho mayor que las regiones que debería delimitar “ (p. 19). “… la confusión en la que hoy día se debate la “ciencia” psiquiátrica está objetivamente ligada a la babel de los lenguajes vigentes…” (20). Cancrini no logrará resolver esta babel, tarea hercúlea, pero sí nos aportará clarificaciones del más alto nivel.
Empezaremos dedicando un amplio espacio al capítulo 1 donde se contienen los argumentos fundamentales que estructuran el resto de su indagación. Frente al debate de si lo borderline es una estructura o un modo de funcionamiento, Cancrini se decanta de forma decidida por lo segundo, punto en el que mostramos nuestro acuerdo. Sólo deseo observar que las estructuras también pueden ser entendidas como modos de funcionamiento, en la medida que aceptemos la idea de que se puede pasar con cierta facilidad de un estructura a otra.
Cancrini parte de la postura evolutiva de la psicología del yo norteamericana (Mahler) tal como la asimilado y resumido Otto Kernberg (pp. 26-28). El desarrollo precoz del Yo prevé dos tareas fundamentales que deben afrontarse en rápida sucesión: la diferenciación entre imágenes del Sí mismo e imágenes del objeto y la integración de imágenes de origen libidinal – el texto castellano dice “libídico” pero nos parece una traducción incorrecta - y agresivas. Estas imágenes están separadas (totalmente buenas / totalmente malas, en la terminología original de Melanie Klein). El niño que supera esta fase logra distinguir el Sí mismo del no Sí mismo, y el que no lo supera entra en la psicosis infantil (Mahler), mientras que el que lo supera de forma incompleta mantiene un nivel de umbral bajo para el funcionamiento psicótico (Cancrini). Luego viene la segunda tarea, en los “fatales segundos dieciocho meses de vida”, que supone la integración de las representaciones buenas y malas del Sí mismo y del objeto. El no superar esta fase implica un nivel bajo de umbral para el funcionamiento borderline. Pero queda una tercera tarea, inmediatamente posterior, que se refiere al triángulo edípico y a la diferenciación sexual. Las dificultades para superar esta última tarea supone un nivel bajo de umbral para el funcionamiento neurótico (Cf. pp. 134-135).
Durante la entrevista diagnóstica, un indicador relevante de defensas basadas en la escisión es el síndrome de dispersión de la identidad. Sin embargo, como ya señaló Kernberg, se ven libres de esta dispersión los sujetos con personalidad narcisista que han desarrollado un sí mismo grandioso “y que consiguen ocultar la dispersión de la personalidad subyacente detrás de un funcionamiento interpersonal y social relativamente bueno, un discreto control de los impulsos y una capacidad, descrita por Kernberg como “pseudosublimatoria”, de actuar de forma activa y coherente en un área concreta” (p. 32). Esta posición de Kernberg-Cancrini puesde ser algo que yo también haya defendido durante algún tiempo, pero que ahora considero se asienta en una visión idealizada de la realidad, la de que los “malos” al final siempre pagan por sus culpas, que concibe al narcisista como una persona frágil, expuesto a incontables crisis, que solo temporalmente logra ocultar la dispersión de la personalidad subyacente. La experiencia me ha mostrado, en cambio, que tanto el narcisista como el agresivo, por poner los dos ejemplos de personalidades más alejadas de la moral convencional, pueden lograr altos niveles de adaptación a la realidad y, sobre todo en el primero, de creatividad, cuyo equilibrio no se ve amenazado en mayor proporción que el del resto de los mortales.
Se nos ofrece la crisis de reaproximación (Mahler) como momento evolutivo determinante del funcionamiento borderline. Por errores en esta fase: “… el niño se encontraría atado “para siempre” a vivencias surgidas de una estructura imperfecta de su personalidad y sería inevitablemente distinto del “normal” “ (p. 37). Ahora bien, apunta Cancrini, las observaciones de Mahler permiten “delinear el prototipo y no el origen del comportamiento borderline del adulto”. Estos patrones de conducta y problemas de relación, descritos por Mahler, se postula que permanecen en la memoria emocional de todos los seres humanos. Siempre es posible para cualquiera volver a ellos. Cancrini se inspira en las teorizaciones y clasificaciones de Kernberg pero parece rechazar su tendencia al estatismo, lo borderline es un modo de funcionamiento que puede surgir, no una estructura estable. La idea que originó este libro – dice - es la de integrar, y sustituir, el término “estructura” por el de “funcionamiento”. Lo que ya defiende desde años atrás, pues cita un trabajo suyo del 97.
¿Cuáles son los rasgos del funcionamiento borderline? De forma muy evidente, la emisión de juicios extremos, en blanco y negro, bueno y malo, sobre la realidad (escisión). La madre ausente es la que llena al niño de odio y de rabia: “Solamente hacia los 3 años, cuando el niño puede recordar con claridad la madre que estaba e imaginar mentalmente a la que volverá a aparecer, se supera esta fase crítica. La superación de la angustia de separación señala la estabilidad alcanzada en la relación con el objeto amoroso. Desde el punto de vista que nos interesa, indica la integración de la madre mala (ausente) con la buena (presente), preparando, según Mahler, al niño para los aspectos madurativos de la separación que seguirá a su nacimiento psicológico real” (p. 38).
En situaciones de estrés surge el modo de funcionamiento borderline, como en la adolescencia, nacimiento de un hijo, duelos, pérdidas: “… la característica fundamental de lo que Kernberg define como una estructura de personalidad (o el DSM-IV como un trastorno de personalidad) es la especial facilidad con la que una determinada persona retrocede a niveles de funcionamiento borderline (p. 40). Se trata de una “conducta fluctuante” (p. 40 y ss.) en cuya descripción Cancrini recoge aspectos que en otros lugares yo he atribuido a las personalidades de posición confusa (fóbico, confuso, límite; Cf. Rodríguez Sutil, 2002).
El Funcionamiento borderline puede ser utilizado como método defensivo por colectivos humanos e n momentos de crisis. Permite al individuo y al grupo darse una explicación de lo que sucedía, evitando el hundimiento depresivo producido por el agobio de acontecimientos “incomprensibles”. En estas situaciones, aquellos que expresan sus dudas son rápidamente anulados, tachados de “enemigos”. Cancrini recurre a la Revolución Francesa (p. 50) como ejemplo significativo de crisis del colectivo. Aparecen trastornos de la conducta que remiten a las manifestaciones típicas de los trastornos borderline: antisociales (crueldad gratuita y sadismo), histrionismo (dramatización emocional de las necesidades y reacciones), borderline (impulsividad autodestructiva), paranoias (proyección de la angustia sobre el otro), dependencias (yo creo en Él) o narcisismo (yo creo en Mí). Los que aparecen como líderes en esta fase son, a menudo, personas que presentan de forma especialmente evidente uno y otro de estos problemas.
Los distintos tipos de trastornos de la personalidad descritos por el DSM-IV están caracterizados por la posesión de un umbral bajo para el funcionamiento límite por períodos suficientemente largos. El DSM-IV, según Cancrini, no recoge adecuadamente las caracteropatías neuróticas (Cf. Pp. 60-61). Por otra parte, determinadas experiencias vitales pueden desequilibrar un funcionamiento en apariencia conseguido, mientras que un ambiente acogedor y estable puede permitir la estabilidad de personas que durante años tuvieron crisis de funcionamiento borderline. La entrada y salida en el grupo de personas con riesgo de crisis borderline se produce con gran rapidez.
El capítulo 2 está dedicado a estudiar los posibles orígenes del funcionamiento borderline. “De crucero con Margaret Mahler” es el subtítulo. La llamada “crisis de reaproximación” aparece habitualmente entre los 15 y los 18 meses. En el primer año el niño ha aprendido a distinguir el sí mismo del no sí mismo (individuación) y ya está, coincidiendo con el gateo, en una fase de exploración del mundo circundante y de su propio cuerpo. Período feliz, lleno de sorpresas y descubrimientos. Pero, hacia los quince meses, se produce una crisis entre la tendencia explorar (ir adelante) y la de controlar la presencia de la madre (volviendo hacia atrás). El niño manifiesta ambivalencia y angustia ante el abandono. Es fácil apreciar cierto paralelismo entre la “crisis de reaproximación” y la “reacción terapéutica negativa”. La angustia de separación junto con la necesidad de explorarse a sí mismo y al mundo lleva a un regreso a la madre, y al terapeuta, mezclado (infiltrado) de agresividad. Muchos comportamientos se explican como reacción al fenómeno de proyectar la agresividad y la necesidad de control sobre la madre, o sobre el terapeuta.
La “curación” de pacientes que funcionan a un nivel borderline se logra gracias a la estabilidad de un terapeuta (y un grupo) que ofrezca reconocimiento y apoyo, en grado adecuado. Pero también se pueden producir “curaciones” provisionales ligadas al carisma de un jefe que tiene demasiada necesidad de que se produzcan, y solo serán estables si se mantiene una actitud de neutralidad psicoterapéutica.
“La madre es el Terminal de un sistema complejo, y el niño en crisis se enfrenta con un delicado equilibrio de factores de riesgo y de factores de protección que no dependen solamente de ella” (p. 116). Dependen de todo el entorno. Si centramos nuestra atención en el sistema madre observaremos los factores que condicionan su comportamiento. Si nos centramos en el sistema madre-hijo se observará sobre todo la secuencia de interacciones. Si, en cambio, atendemos al sistema niño, observaremos los pasajes evolutivos y los factores externos constituidos por las respuestas que recibe o, en algunos casos, las limitaciones traumáticas. Los estudios de Mahler y colaboradores se centran, sobre todo, en este último sistema, mientras que la terapia familiar se centra en el segundo y un supuesto terapeuta de la madre se centrará en el primero. “… dado que los sistemas son interdependientes, una intervención eficaz puede localizarse, al menos en teoría, en uno cualquiera de los tres”. (p. 117). Cancrini se aleja así, con elegancia, de la costumbre generalizada de denigrar los enfoques que no son el propio, señalando aquellos aspectos que no atienden, para predecir su fracaso ineludible. Para él, al menos en principio, tanto el enfoque individual como el interactivo pueden producir efectos benéficos en los tres sistemas.
Nos pone en guardia ante una “intervención demasiado inteligente” por parte de un terapeuta “más competente” que la madre. Esta actitud terapéutica tan frecuente puede percibirse como un ataque a la capacidad y autoestima de los padres, produciendo un empeoramiento de la situación (p. 118).
“La crisis de reacercamiento (el ataque a la terapia) puede manifestarse de forma evidente sólo si el usuario ha gozado de esos beneficios indefinidos derivados del sentimiento de ser acogido, reconocido y curado que son propios de las primeras fases de un trabajo terapéutico que empezó con buen pie. “ (p. 119) No debemos considerar estas crisis como algo negativo sino que es una fase necesaria para construir una constancia en la relación con el objeto. En los momentos de mayor gravedad se produce una idealización del terapeuta y un ataque intenso posterior al mismo y a la terapia, difícil de controlar.
La ambivalencia típica de la crisis de reacercamiento implica una doble acción de hacer y deshacer. Esto surge igualmente en comportamientos alternantes de máxima dependencia y exigencia coercitiva, o de contacto excesivo y alejamiento desesperado. El acercamiento excesivo tendría un valor hetero-agresivo, asociado a la angustia a perder la propia individualidad; la huida, en cambio, exhibida y desesperada, tiene un valor auto-agresivo asociado a la angustia de pérdida.
En el capítulo 3 trata de la “Infancia infeliz” y el origen de los trastornos de personalidad, tomando como fuente de inspiración los estudios de Lorna Smith Benjamín (1996) con los niños del “centro de ayuda”, una obra, afirma, “extrañamente poco conocida” en la que estudia la relación entre las experiencias infantiles y los trastornos de personalidad en el adulto, utilizando su método SASB (Structural Análisis of Social Behaviour). Lorna Benjamín intenta demostrar la existencia de una coherencia entre los síntomas propios de los trastornos de la personalidad y la historia de relaciones interpersonales.
Nos ha parecido bastante interesante la descripción de los orígenes familiares del paciente con un trastorno de personalidad borderline, en sentido “estricto”. Es habitual encontrar un clima familiar marcado por el caos y la inestabilidad imprevisible en la conducta de los adultos. Un desastre al día, luchas terribles, intrigas, abortos, infidelidades, alcoholismo, intentos de suicidio. El futuro sujeto con trastorno borderline podría tener la función de mantener calmado a un padre alcohólico explosivo y peligroso, o la de chivo expiatorio, responsable del divorcio de los padres. Son normales las experiencias de abandono traumático pero, al mismo tiempo, con la prohibición de traicionar a la familia buscando su propio camino en el mundo.
A diferencia de Mahler, la situación que narra Benjamín se refiere a experiencias vividas sólo por algunos niños poco afortunados, que marcan su infancia y predisponen para la aparición de trastornos de la personalidad, pero que quizá favorecen la reactivación de pautas de comportamiento aprendidas en la fase de reaproximación.
Frente a esto, la personalidad antisocial suele elicitar historias similares de hogares rotos, alcoholismo y violencia. Pero el futuro paciente con rasgos antisociales se verá obligado a asumir parte de las funciones paternas. Sus métodos disciplinares serán duros, excesivos, coercitivos, no moderados por un afecto del que ha carecido él mismo, afecto que tampoco recibirá debido a su forma de relacionarse. El sadismo se añade después, tras la identificación del niño con el agresor. Se trata de un “paciente” de difícil acceso terapéutico, pues el sujeto tiende a desvalorizar toda propuesta de ayuda. Cuando el tratamiento tiene éxito, se describen dos fases, la primera que busca establecer una relación “a la par”, no declaradamente terapéutica, con alguien obligado a asistir a las entrevistas – la mayoría de estos paciente están institucionalizados - ; la segunda, que busca reconvertir esta relación en la que el paciente sienta que puede confiar realmente en el terapeuta, hasta que llega a pedir el ser ayudado.
El trastorno pasivo-agresivo desafía a la autoridad, en concreto a la terapéutica, siguiendo de forma pasiva sus consejos “… y demostrando cuán incompetente, injusto y cruel es quien se los ha dado” (p. 145). El sujeto con este trastorno – que en los últimos sistemas se toma como una pauta de comportamiento que puede aparecer en diferentes organizaciones- padece envidia y resentimiento ante quien recibe mejor trato, desea recuperar los cuidados amorosos de los que tiene experiencia. Se supone que la maravillosa forma de crianza de la primera infancia quedó repentinamente interrumpida, y sustituida por demandas exigentes y frías, con duros castigos. “No me rebelo y no me enfado, pero no consigo hacer lo que me pides y me siento mal” (p. 145).
Los sujetos con trastorno narcisista parece que han sido objeto de “violencias más sutiles”. Ha recibido una imagen muy idealizada por parte del adulto. Se le presenta como “la joya de la familia”, con el temor a la desvalorización y negatividad si no se cumplen los designios. Cuanto más frecuentes e intensas son las experiencias humillantes, mayor peligro de que el narcisismo del adulto llegue a ser patológico. Es más fácil que la carga narcisista se efectúe con un niño que tiene dotes especiales (belleza, vivacidad, inteligencia). Otro factor es la tendencia del niño a implicarse en actividades que le aseguran la atención de los adultos. Como dice Freud (1914), el narcisismo de una persona ejerce una cierta fascinación sobre quienes han renunciado a parte de su propio narcisismo, igual que la fascinación que se siente por los gatos y grandes depredadores, que parecen no ocuparse en absoluto de nosotros.
Recomendamos la lectura atenta de la tabla 3.5. “La estrategia de los contrarios en el trabajo terapéutico con los trastornos de personalidad” (p. 151), así como la 3.8. (p. 159). La impulsividad, la angustia ante la pérdida de la relación, los comportamientos auto o heterolesivos, todos ellos son síntomas que muestran – en el momento de crisis, cuando sus pautas habituales caen - todos los sujetos que sufren un trastorno de personalidad, sea el que sea (p. 157).
No existe niño traumatizado que no alimente dentro de sí una típica y al mismo tiempo espantosa grandiosidad del Sí mismo: vengadora, violenta, dotada de una terrible tendencia a reproducir sobre el otro lo que él mismo ha sufrido. A veces la patología borderline se expresa en una oscilación entre el papel de víctima y el de agresor. SI el trauma es actual, la identificación con el agresor se da predominantemente en la fantasía y en comportamientos simbólicos, como fantasías grandiosas de venganza. Si el trauma no es reciente, la identificación con el agresor se puede mostrar progresivamente en el comportamiento, con dificultad para controlar los impulsos. Leemos un “primer aviso para navegantes”: si un niño presenta un funcionamiento borderline relevante será necesario trabajar sobre el contexto que influye en él. [¿Y cuando no?]. Pero este funcionamiento no autoriza a un diagnóstico de trastorno de la personalidad (p. 184).
Cancrini es, como nosotros, poco partidario de las explicaciones genéticas o innatas: “La herencia conductual de los cachorros humanos está compuesta sobre todo de enseñanzas intergeneracionales” (p. 185).
El capítulo 4, trata del desarrollo y cristalización de los trastornos de personalidad. Aquí nos habla de uno de los conceptos centrales de la clínica sistémica, el “chivo expiatorio”. La asignación de la función de chivo expiatorio al niño sirve para tapar las tensiones no resueltas entre los padres. El comienzo del comportamiento desviado del hijo coincide con el cierre de un conflicto abierto entre la pareja paterna. Cuando el niño mejora, la tensión entre los padres aumenta bruscamente. En uno de los casos que comenta para ilustrar estas ideas leemos: “Cuando Gianna era considerada sana, antes de que se le asignase la función de chivo expiatorio, los padres pedían ayuda directamente al exterior para sus problemas reales” (p.193). Y otro dato de clínica que posee gran pertinencia: “La barriada, la escuela y los padres son los mismos, pero la designación de Gianna como chivo expiatorio mantiene al hermano pequeño al resguardo de las tensiones que hacen irrespirable la vida familiar” (...) “… el tipo, la duración y la intensidad del sufrimiento de un niño no derivan mecánicamente de la familia y del contexto en que ha crecido sino que también dependen del papel que se le ha asignado en la familia” (p. 195).
Como advierte el “segundo aviso para navegantes” (p. 197) para que las circunstancias infelices produzcan una marca imborrable, el niño tiene que haberlas vivido con una gran sensación de soledad. El haber sido acompañado inicialmente le permite asimilar a los otros “nuevos”.
Sin embargo, a veces los profesionales a los que se recurre para ejercer una labor terapéutica prestan poca atención a las circunstancias del contexto en el que viven los niños que sufren, o llegan a menospreciarlas, dando una importancia exagerada a las predisposiciones biológicas o a la patología intrapsíquica.
Cuando una pareja decide adoptar a menudo no tiene clara la importancia inevitablemente terapéutica de su elección: la idea de adoptar un niño sano y feliz, como medio de satisfacer un íntimo deseo de maternidad y de paternidad. Pero no suelen tener en cuenta las consecuencias de las duras experiencias pasadas por el niño. Actitud que seguramente puede calificarse de “ingenua”. Habitualmente un niño sólo es adoptable a partir de situaciones de violencia o de abandono concretas. El paso del tiempo en algunas relaciones adoptivas disfuncionales, es testigo del cambio de actitud desde la negación de las diferencias y problemas hasta el enfrentamiento directo entre ambas partes.
El diagnóstico de trastorno de la personalidad a los 13 o 16 años carece de todo valor predictivo, teniendo un valor decisivo las circunstancias en que la persona se halla inmersa. Después sí se produce la cristalización. La sintomatología, cualquiera que esta sea, es el resultado de un fenómeno de cristalización. Por ejemplo, el consumo de sustancias, los síntomas obsesivos o las alucinaciones son formas para mantener bajo control los niveles de angustia insoportables. La cristalización se produce cuando la persona deja de ser un adolescente y establece relaciones significativas fuera de la familia, con personas y en contextos que valoran las pautas de conducta, propias de un trastorno de la personalidad, todavía en potencia.
Con respecto al consumo de sustancias, Cancrini ofrece unas perspicaces anotaciones (pp. 224-225). Por ejemplo, la heroína produce una experiencia de paz interior eficaz para tapar la angustia y el terror al abandono del trastorno borderline. La vivencia de trascender todo límite (antisocial) o la necesidad de permitirse un placer extraordinario (narcisista), encaja con el consumo de cocaína.
El capítulo 5 expone lo que llama “las cristalizaciones atípicas”. Existe, por ejemplo, el narciso ganador de aquellos que, a diferencia de los niños infelices, se criaron mimados y sobrevalorados. Estos sujetos a veces tomarán conciencia, en la etapa media de su vida, de los límites que han oprimido sus vidas al no ser personas amadas por su entorno, sino que realmente se amaba el conjunto de cualidades que sabían exhibir. Estos modos de funcionamiento, repetimos, son compatibles con buenos niveles de integración y éxito.
El rasgo que diferencia el narcisismo destinado a convertirse en patológico del normal, propio de tantos adolescentes sobrevalorados por sus familias, reside precisamente en la dificultad o en la imposibilidad de utilizar, debido a la profundidad del vacío que la persona siente dentro de sí, el valor correctivo de las experiencias normales a esa edad: la experiencia deportiva que lleva a sentirse aceptado por aquellos otros que no ganan (porque no todos pueden ganar siempre), el enamoramiento que revela la necesidad que se tiene del otro (es decir, la necesidad que más teme un narcisista) o la corrección que sólo puede llegar de un profesor al que se tiene aprecio (p. 241).
El trastorno narcisista también se puede adquirir de adulto, en especial las personas ricas y famosas, como señala Benjamin.
En relación con el trastorno paranoide, Cancrini plantea que tanto Stalin como Hitler contaban con una falta total de escrúpulos, lo que les facilitaba vencer a sus competidores, pero no tanto con una sensación de superioridad – como narcisistas y antisociales – sino con la de estar llamados a una misión superior. En este capítulo el lector interesado podrá encontrar un descripción extensa de la biografía de estos y otros personajes.
El capítulo 6 desarrolla un sustancioso análisis sobre los fenómenos de transferencia y contratransferencia desde el funcionamiento borderline. Kernberg (1975) propuso dos puntos sobre la contratransferencia. El primero, más clásico, la entiende como la reacción inconsciente del analista ante la transferencia del paciente, afecta negativamente a la terapia y debe prevenirse o resolverse. Según el segundo, la transferencia abarca el conjunto de las respuestas emocionales del terapeuta frente al paciente. En una buena percepción y utilización, la transferencia en el segundo sentido puede proporcionar una información útil sobre la calidad y tipo de defensas de un paciente determinado. Entre otras cosas, sirve para definir una hipótesis de diagnóstico, para organizarse en vistas a la creación de un vínculo terapéutico, y para evaluar la viabilidad de un enfoque basado sólo en la psicoterapia. Presenta estudios de casos de terapeutas en formación con dificultades en las terapias.
Cuando las terapias se cronifican y no dan resultados útiles por razones relacionadas con la fijación contratransferencial del terapeuta, en especial cuando el terapeuta trabaja en una situación carente de protección. Requieren una intervención centrada sobre todo en el terapeuta y, después de eso, recuperan habitualmente su curso normal. El terapeuta puede regresar a niveles de funcionamiento borderline, algo frecuente en los terapeutas noveles. El alumno se identifica con el objeto idealizado de su aprendizaje y se hace dependiente de la admiración que puede suscitar en sí mismo y en otros. La recaída se vive como una herida narcisista y se resuelve con un mecanismo proyectivo: la culpa es del paciente o de su familia. Esto genera una pérdida de empatía y el bloqueo del interés terapéutico.
Finalmente, el capítulo 7, elabora la cada vez más aceptada etiología sexual del funcionamiento borderline. Muchos de estos pacientes han sido víctimas de abusos sexuales en su infancia. Cancrini destaca la importancia de la atención y de la escucha terapéutica para que sea posible la revelación del paciente. Si esta escucha liberadora nunca se produce, el sujeto se verá obligado a dedicar un gran esfuerzo para evitar los recuerdos, lo que puede reducir su capacidad para llevar una vida normal. Estará marcado por el silencio, con un bajo nivel de funcionamiento borderline: dependencia de fármacos, trastornos de la conducta alimentaria (p. 333). Es importante que el terapeuta pueda “escandalizarse” ante la historia que se le relata, confirmando al niño y al adolescente la gravedad de lo ocurrido. Un elemento necesario es también la ayuda al paciente para preparar la denuncia legal que les evite, a él y a otros, correr un riesgo semejante en el futuro.
Cuando se consigue la confianza del paciente, el recuerdo no viene de una sola vez, sino en etapas. Como una enumeración fría de hechos la primera vez, como un recuerdo cargado de emociones en ocasiones sucesivas. La tarea del terapeuta es “dejar hablar al dolor” (p. 340). Cita también la teorización sobre la confusión de lengua, de Ferenczi. El efecto del abuso es el de generar una “madurez precoz”, sometiendo al niño a un “terrorismo del sufrimiento” que le obliga a usar un lenguaje que no es el suyo.
Terminaré recomendando la lectura de este magnífico libro de Luigi Cancrini por los instrumentos conceptuales y técnicos que nos aporta desde una perspectiva amplia y abierta, tan necesaria en el trabajo clínico práctico, y por la luz que arroja sobre este conjunto de fenómenos aún oscuro, como es el funcionamiento borderline. La aproximación del enfoque sistémico y del psicodinámico será, sin duda, muy fecunda en el futuro y este que aquí se presenta es uno de sus primeros frutos.