Pienso que la tesis central que se defiende este último libro de Joan Coderch es la del poder enriquecedor del diálogo, tanto hacia dentro, entre las diversas escuelas psicoanalíticas, como hacia el exterior, con los dominios del conocimiento cercanos: psicología cognitiva, neurociencias, lingüística, filosofía hermenéutica, etc. Se trata de una obra completa, compleja, equilibrada, agradable y bellamente escrita por uno de los máximos conocedores y practicantes del psicoanálisis en nuestro país. Manifestamos nuestro acuerdo con él en que hay muchos psicoanálisis, imposibles de fundir en uno sólo, pero que a pesar de ello debemos prestarnos a escuchar al otro con atención y deseos de aprender. Esta idea aparece como leit motiv, ya desde la introducción, junto con la otra tesis vertebradora del texto, que más adelante matizaremos: todas las ciencias, naturales o humanas, son hermenéuticas, todas se basan en la interpretación de los datos de observación. Una observación muy acertada es la de que las diferencias entre el psicoanálisis y la psicoterapia psicoanalítica no están claras ni en la teoría ni en la práctica. Por otra parte, Coderch siente gran aprecio por autores que han ocupado un lugar secundario dentro de la tradición psicoanalítica, como Ferenczi, Balint y, para nosotros muy importante, Fairbairn, todos ellos condenados al ostracismo durante años y todos ellos antecedentes destacados del enfoque relacional del psicoanálisis, al que nos adscribimos. La postura del autor parece decantarse de forma nítida por este mismo enfoque – por ejemplo, cita con frecuencia a Stephen Mitchell, a Stolorow y colaboradores, así como al Grupo de Boston, y da carta de naturaleza a la sesión analítica como co-creación de analista y paciente - lo que no deja de resultarnos satisfactorio.
Pasemos ahora a un comentario más pormenorizado de cada capítulo. En el primero se incluye un debate de actualidad sobre la pluralidad del psicoanálisis. En su “bienintencionado intento”, Wallerstein – antiguo presidente de la IPA - pretende que las diferencias entre las escuelas dependería exclusivamente de la utilización de diferentes metáforas. Ante eso, Coderch separa la metáfora en sentido decorativo, de la metáfora en un sentido fuerte “que la convierte en un auxiliar casi indispensable de la explicación científica” (p.27) y que no se puede tramitar como un simple expediente. La metáfora “en el combate Aquiles es un león” describe pero no explica su comportamiento. Aunque no es meramente descriptiva, nos comunica algo sobre el carácter de Aquiles, de forma poética. Pero si digo que combatía de forma fiera porque sabía que era invulnerable, salvo por su talón, entonces estoy ofreciendo una teoría sobre su comportamiento (falsa, pues él no lo sabía). Una cosa es que se usen metáforas y otra que las teorías psicoanalíticas sean meras metáforas.
Bien al contrario, lo que divide a las escuelas se fundamenta en diferentes concepciones sobre la mente, “y en diferentes orientaciones terapéuticas, científicas y filosóficas” (p.29). El intento de Wallerstein procede de una ideología conservadora que considera que las diferencias son lamentables y busca “un solo texto”. En los últimos años se han producido puntos de confluencia pero también de disenso. Entre los primeros, Kernberg ha señalado el valor dado a la interpretación de la transferencia y el análisis del carácter, el valor de la contratransferencia, el incremento en la perspectiva de analizar el “aquí y ahora”, junto con otros, a nuestro entender más inconcretos.
Entre los puntos de disensión, Kernberg recoge el debate sobre si la transferencia es una creación exclusiva del paciente o conjunta de terapeuta y paciente, la regresión como terapéutica o como resistencia, las relaciones entre psicoanálisis y psicoterapia, el papel de la empatía, la verdad histórica frente a la verdad narrativa, la neutralidad técnica junto con los prejuicios culturales y, finalmente, la reconstrucción y recuperación de las experiencias preverbales. Coderch no cree que se vaya a producir un acercamiento progresivo, pues cada vez hay más corrientes. Si existe un terreno común estará en el interés por investigar el funcionamiento de la mente humana, en la convicción de que existe una parte inconsciente de la mente y también conflictos inconscientes, en la aceptación de la existencia de transferencia, contratransferencia y resistencias, aunque ya sabemos que la concepción sobre estos fenómenos varía mucho de una escuela a otra. Un parecido general de todas las escuelas es el intento por ayudar a las personas con dificultades psíquicas que lo soliciten, mediante una “relación dialogante”, que es el método analítico.
Uno de los mayores daños que ha sufrido el psicoanálisis ha sido provocado por la frase excluyente “esto no es psicoanálisis”. Los juicios dictados desde la exclusión llevan al temor de que lo que uno escribe no sea juzgado como psicoanalítico, como cuando en los años cuarenta se expulsó del Instituto Psicoanalítico de Nueva Cork a Clara Thompson, Karen Horney, y Erich Fromm, seguidores de Sullivan. Posiblemente la diversidad imparable de orientaciones explica el renacimiento del interés por autores antes condenados al ostracismo: Ferenczi, Sullivan, Fairbairn, Balint, etc. Coderch demuestra su capacidad de síntesis cuando sugiere que: “Pese a las numerosas y crecientes orientaciones divergentes del pensamiento psicoanalítico, en mi opinión todas ellas se reúnen en dos grandes grupos: el modelo pulsional y el modelo de las relaciones de objeto” (p. 38) Esta división entronca en una tendencia común al pensamiento occidental, la dicotomía de considerar al ser humano como básicamente individual frente al ser humano como básicamente social. Él se decanta decididamente por la segunda opción, lo que le aproxima de manera notable al psicoanálisis relacional o intersubjetivo. Recoge una idea importante de Stephen Mitchell: no es que el desarrollo del cerebro haya permitido la creación de una sociedad y una cultura, sino al revés. La sociabilidad es el impulso básico. La teoría pulsional estudia la mente humana como una entidad aislada, para el modelo de las relaciones de objeto, la mente es buscadora del otro, y no se puede concebir aisladamente.
En cuanto al pensamiento epistemológico, Coderch se decanta por el pluralismo. Nos habla del racionalismo crítico de Popper, del “falibilismo” que algún lector recordará con la denominación de “falsacionismo”, y cita a Hans Albert, quien propone un racionalismo crítico contra todo dogmatismo. “…No existe ningún fundamento básico en el que podamos apoyarnos con solidez para construir conocimientos seguros” (p. 41). Este racionalismo crítico se incluye a sí mismo en su falta de fundamentación. Un relativismo que, no obstante, no es absoluto, no debe ser confundido con el escepticismo sino que, bien al contrario, es un reconocimiento de las otras perspectivas. Se propone el debate como el camino real de la racionalidad. Aunque se pueda utilizar para mentir, la verdadera función del lenguaje es la comprensión mutua. Coderch cita a Habermas y a Apel, pero esta última es una afirmación que ya se encuentra en el Wittgenstein de las Investigaciones Filosóficas.
Es menester estar razonablemente informado del mundo para ser pluralista, pero ser monista o monolítico es más cómodo. El monista, dice Coderch, siempre pueden practicar una atención selectiva para no enterarse de lo que va en contra de su teoría. El ser humano busca un puerto seguro en el que encontrar amparo: “El que pretende servirse de la racionalidad de manera “instrumental” o “estratégica” sin atender a la ética está cayendo en la irracionalidad, porque los comportamientos deshonestos, la mentira y el nihilismo ético, así como la explotación de los seres humanos y de la naturaleza, son irracionales por más que los disfracemos con razonamientos” (p. 48). La propia esencia del psicoanálisis parece favorecer el pluralismo crítico, pues una interpretación verídica o pertinente en un momento no tiene por qué serlo en otro momento o contexto.
Para ser pluralista no es obligatorio ser relativista. Coderch piensa que hay verdades absolutas e inalienables, como el derecho a la vida y a la libertad. Tal vez – concede - el suyo sea un relativismo moderado. Para evitar la confusión entre relativismo y nihilismo, algunos prefieren hablar de “perspectivismo”. Tampoco hay que identificarlo con un eclecticismo pragmático, consistente en usar una técnica u otra en cada momento, puesto que “… el psicoanálisis no es una cuestión de técnica instrumental, sino de aquella sabiduría práctica que Aristóteles denomina phrónesis” (p. 51).
El insight es necesario para aumentar el conocimiento de sí mismo. La interpretación promueve el insight pero este sólo se produce en el “nuevo basamento” que supone la nueva experiencia de relación. Por otra parte, la relación paciente-terapeuta se produce siempre, sea cual sea la orientación teórica. Todo acto interpretativo es también un acto de habla – tal como lo define la moderna filosofía analítica británica a la que volverá a aludir en el siguiente capítulo – esto quiere decir que posee dos componentes: semántico-referencial y pragmático-comunicativo. Y esta diferenciación nos parece una de las aportaciones más relevantes de esta obra. El segundo elemento hace referencia a lo que el analista revela al paciente mediante su actitud y su manera de relacionarse con él. Lo que se revela puede ser muy parecido entre dos analistas de escuelas diferentes y, paradójicamente, muy diferente en dos analistas de la misma escuela. Coderch proclama, y no podemos evitar seguirle en ello, que el éxito de un tratamiento terapéutico depende más de la personalidad del terapeuta que de la escuela psicoanalítica a la que pertenece. Añadiré que esta es una afirmación no totalmente novedosa – quizá fue Fairbairn uno de los primeros en plantearla – pero que conviene repetir siempre que se presente la ocasión. Sin embargo, el enfoque relacional es el primero que se ha propuesto el estudio sistemático de sus implicaciones. Como bien comenta Coderch, el encuentro de dos subjetividades da lugar a un campo intersubjetivo: “La clarificación de este campo y el reconocimiento de la subjetividad del analista por parte del analizado permiten a este último el reconocimiento y desarrollo de la propia subjetividad” (p. 55).
Sostener que dos teorías son inconmensurables (Kuhn) no quiere decir que sea imposible encontrar algún tipo de lenguaje común a ambas. Lo único que deben compartir los analistas de diferente orientación para dialogar entre ellos “es el deseo de saber y de aprender de los otros”, criticando y escuchando (p. 61). Nombra con aprecio al psicoanálisis relacional (Mitchell), como una forma de estudiar el proceso psicoanalítico centrándose en la relación analizado-analista, yendo más allá del esquema teórico en que se apoya este último. Lo que considera criticable, no obstante, es que toda nueva teoría se desarrolle con la pretensión de reinventar el psicoanálisis, dando por obsoleta toda tradición anterior.
El segundo capítulo intenta establecer un diálogo entre el psicoanálisis y la filosofía del lenguaje. En lingüística han coexistido dos líneas teóricas fundamentales: formalismo y funcionalismo. El formalismo considera el lenguaje como un fenómeno predominantemente mental, el funcionalismo como un fenómeno social. Según el formalismo la universalidad del lenguaje se debe a una herencia, común a la especie; para el funcionalismo, en cambio, esa universalidad se debe a los usos del lenguaje, compartidos por todas las sociedades. El primero plantea una predisposición genética para la adquisición del lenguaje, como un desarrollo autónomo; el segundo prefiere la hipótesis de un desarrollo intrínsecamente interactivo, en relación con sus funciones sociales. El estructuralismo como sistema filosófico es un formalismo, que en psicoanálisis ha tenido su expresión más depurada con la teoría de Lacan. Según Coderch, el resto de las escuelas, en mayor o menor medida, son funcionalistas. Opinamos, sin embargo, que son más bien formalistas aquellas teorías que proponen una herencia genética de contenidos o esquemas (fantasías, escenas primarias, fases psicosexuales), como proponían Freud y, sobre todo, Melanie Klein.
Aunque en el análisis se evite la acción, el mismo hecho de hablar, ya es una acción, como ha puesto en evidencia John Austin, filósofo británico profesor en Oxford, fallecido en 1960, y John Searle, en muchos sentidos su continuador, profesor de filosofía en California, con sus trabajos sobre los actos de habla. Hablar consiste en realizar actos conforme a reglas. Tener en cuenta seriamente estas observaciones supone un cambio importante en el panorama psicoanalítico, hasta ahora acostumbrado a “no actuar”, sino a interpretar sin más las producciones verbales del paciente, a partir de las teorías sobre el funcionamiento mental inconsciente, intentando evitar influencias de los propios sentimientos o reacciones.
Austin en su libro más conocido, publicado de forma póstuma en 1962, Cómo hacer cosas con palabras, demostró la falsedad de la separación entre la semántica referencial y la pragmática en todas las expresiones verbales .Toda expresión lingüística tiene un elemento constatativo y un elemento preformativo – personalmente me parece más aceptable la traducción del inglés “performative” por “realizativo” -. Esto recuerda la dicotomía clásica sobre el principio activo de la terapéutica analítica: ¿Interpretación o sugestión? Coderch apunta este debate sin entrar muy de lleno en él.
Tras citar a C. Morris - la pragmática es la parte de la semiótica que trata del origen, uso y efectos producidos por los signos en la conducta dentro de la cual aparecen - y a Wittgenstein - el significado de la palabra es su uso - concluye que: “…lo que como analistas nos interesa es el sentido pragmático-comunicativo de las expresiones de ambos interlocutores…” (p. 77). La pragmática tiene muchas definiciones, él se adhiere a la de De Bustos: la pragmática se ocupa de las acciones de otros, cuando las comprendemos, y de la forma en que adscribimos significado a nuestras acciones, cuando las realizamos. Los que están inmersos en un diálogo no se comunican codificando y descodificando, sino aplicando reglas de inferencia, no propiamente las de la lógica sino las que aprendemos espontáneamente dentro de nuestra comunidad cultural, o, según algunos (formalistas), están insertas en la gramática universal de nuestro cerebro.
Coderch opina que, como analistas, debemos pensar que intervienen ambos modelos (codificación-descodificación e inferencia), pero que el proceso inferencial es la base de toda comunicación. La inferencia puede darse de forma independiente de la comunicación codificada y es anterior a ésta. “La captación del inconsciente, sin duda, tiene infinitamente más que ver con la inferencia que con la decodificación de los signos verbales” (88). Esto nos recuerda también a la diferenciación de los comunicacionistas (Palo Alto) entre comunicación analógica-digital, a la que Coderch no alude.
Después de las sinceras declaraciones de enfoque relacional que hemos encontrado en las páginas anteriores del libro, y que volverán a aparecer junto con aportaciones sustantivas a la teoría y la práctica, Coderch se enfrenta con una serie de argumentos que muestran la pervivencia del pensamiento cartesiano, del que tanto tiempo tardaremos todos en deshacernos. En el apartado 2.6.4. (Lenguaje verbal y comunicación) cita a Sperber y Wilson – en un trabajo de 2004 - y la teoría de que para que sea posible la mutua comunicación, los organismos deben ser capaces de representar internamente la información comunicada y, por tanto, poseer un lenguaje interno que permita un proceso inferencial complejo. Desde esta perspectiva, el lenguaje externo o sensible no es imprescindible para la comunicación, pero sí el interno. Por ejemplo, el silencio puede ser una forma de comunicación. Freud en su justamente famoso trabajo de 1915, Lo Inconsciente, atribuye al sistema inconsciente la capacidad para contener las investiduras de cosa de los objetos, el sistema preconsciente nace cuando esta representación es sobreinvestida con las representaciones-palabra, que son las que producen una organización psíquica más alta, paso del proceso primario al proceso secundario. Sin embargo, conviene escuchar la advertencia de Coderch:
Pero si hablamos de un lenguaje interno como un sistema representacional necesario para procesar la información – evidentemente información que viene de dentro y de fuera – nos estamos refiriendo, al mismo tiempo, a la existencia de un sistema simbólico cuya adecuada estructuración constituye el fundamento de una razonable organización mental y de la capacidad de comunicación con los semejantes (p. 91).
Yo soy de la opinión, y creo que Coderch también aunque no lo deja claro, que el ser humano carece de sistema simbólico de representación al nacer y, por tanto, de capacidad para la representación interna, sea ello lo que sea.
Es habitual, comenta Coderch, dividir el significado de las oraciones en literal y metafórico o figurado. Pero es tan difícil huir de las metáforas como de la propia sombra. La metáfora nos esconde y, a la vez, nos pone de relieve una realidad más espaciosa que la que nos manifiesta el enunciado literal (p. 95). La metáfora es útil para comunicar nuestra intimidad, algo que no puede comunicar el lenguaje literal. En la situación analítica, ayuda a entrar en el juego de mutuas fantasías. De los enfoques psicoanalíticos, ha sido el estructuralismo lacaniano uno de los más centrados en el estudio y uso de la metáfora. Según Lacan el inconsciente está estructurado como un lenguaje, el hombre no posee un lenguaje, sino que es poseído por él, el sujeto es hablado por el Otro. La metáfora, o condensación es la sustitución de un significante por otro. La metonimia, o desplazamiento, es la sustitución de significantes que tienen relaciones de contigüidad. Para Lacan no tiene ninguna importancia la relación emocional entre paciente y analista (p. 101). Poco antes, Coderch había advertido que los seres humanos, según el estructuralismo, se hayan totalmente dominados por estructuras, sin libertad ni capacidad de decisión. Y cita una frase famosa de Claude Lévi-Strauss, padre de la antropología estructural: las ciencias humanas sólo serán ciencias cuando dejen de ser humanas. Propuesta que no concuerda con el ideario esencial de esta obra.
En su intento por buscar explicaciones alternativas sobre el papel de las metáforas en el funcionamiento del psiquismo, resume la teoría de M. J. Horowitz, quien ha defendido que la mente humana es un sistema de representación. Horowitz distingue tres modos de representación: el formado por las pautas de acción motora, el basado en las imaginaciones y el léxico o verbal. Los dos primeros sistemas son totalmente privados y subjetivos, mientras que el tercero es esencialmente social y comunicativo. Coderch parece dar más importancia a este tercero. “Hay que recordar que las palabras no significan nada sin referirse a una representación mental. Una palabra sin un referente no tiene ningún sentido, pero el verdadero referente no es el mundo de la realidad, sino el mundo representacional de quien habla” (p.103). Esta afirmación se contradice, no obstante, con la de Wittgenstein “el significado de una palabra es su uso”, que Coderch citaba en otro momento con aprobación. A mi juicio esta versión de la mente, la de Horowitz, no es suficientemente criticada en el libro. Estoy convencido de que no existen sistemas totalmente privados y subjetivos y que toda referencia es pública. Una representación mental, aunque pueda parecer paradójico, es pública. Para un tratamiento más en extenso de este asunto remito al lector a mi artículo sobre Epistemología del Psicoanálisis Relacional en este mismo número de la revista.
Más adelante (pp. 105-106) se hace referencia a la gran aportación de Hanna Segal sobre la teoría de la simbolización, la ecuación simbólica. Existe una relación incuestionable entre la capacidad de simbolización y la capacidad para producir metáforas creativas. Los pacientes más perturbados tienen reducida o eliminada esa capacidad, su funcionamiento mental se apoya más en relaciones analógicas, metonímias, sinécdoques, metáforas convencionales pobres. Sin embargo, la cosa no es tan simple. También ha habido grandes creadores de metáforas, poetas, filósofos, pintores, que sufrían graves alteraciones psíquicas.
En el tercer capítulo se trata en extenso el asunto del psicoanálisis como ciencia hermenéutica. Se ha afirmado desde la introducción que todas las ciencias son hermenéuticas y constructivistas: “Todas las ciencias exponen (afirman, hablan) explican (interpretan, aclaran) los datos observados y los traducen a su propia terminología y, por tanto, son hermenéuticas” (p. 110). El psicoanálisis se distingue porque, además de interpretar los datos de observación, interpreta el significado de los estados psicológicos en el curso del proceso psicoanalítico. Los hechos no hablan por sí solos, los hechos son mudos, somos nosotros los que los hacemos hablar con la interpretación que les damos. La labor del analista es una labor hermenéutica.
Coderch recurre a los autores más conspicuos del pensamiento hermenéutico: Ricoeur, Gadamer, Grondin. Aplicando el consejo que ofrece Hans Georg Gadamer para las ciencias humanas, se atestigua que el analista para entender al otro debe entenderse a sí mismo. Si prestamos la debida atención, todas las comunicaciones del paciente tienen el carácter de preguntas ¿Qué significa esto que se me ha ocurrido?, ¿Por qué viene esto a mi mente? (p. 115). En consecuencia, la relación con nuestros analizados no es un intercambio de proposiciones, sino una relación dialógica de preguntas y respuestas. La verdad del diálogo analítico es la de una experiencia compartida, formulada en el lenguaje, verdad revelada, creada y recreada. Pues, es preciso destacar la siguiente afirmación de Gadamer: la posibilidad de que el otro tenga razón es el alma de la hermenéutica. El paciente también puede tener razón, y nosotros estar equivocados.
Según el constructivismo, toda observación, todo conocimiento de la realidad es una construcción del observador y no una representación directa de la misma. Citando a Rorty: “… el constructivismo es la proposición de que toda observación, todo conocimiento sobre el mundo, es una construcción del observador y no una representación directa de la realidad como tal (p. 119). Cualquier observación o idea se forma desde la perspectiva del observador; a esto también se lo llama “perspectivismo”. Quiero aclarar un punto que quizá el texto de Coderch deja un tanto ambiguo. No es que la realidad sea diferente de nuestras observaciones, en un sentido kantiano, es que la realidad se “construye” a partir de nuestras observaciones, no hay una realidad fuera de nuestras observaciones salvo la que nos queda por observar. Si hablamos de una realidad, más allá de nuestras observaciones, ya la estamos nombrando y construyendo, aun cuando sea bajo la capa del caos. Más adelante volverá a referirse a este asunto (p. 173) completando el argumento en un sentido semejante al que aquí propongo.
Lo que el constructivismo muestra es que analizado y analista van construyendo un horizonte de ideas, pensamientos, descubrimientos, formas de relación peculiares de cada uno de ellos, pero también otros comunes. A esto se refirió Ogden con el término de “tercero analítico”. La lectura de los casos clínicos de Freud nos descubre al fundador del psicoanálisis, contra lo que él creyera, como un convencido hermeneuta. De forma ostensible busca el significado de los síntomas, viendo cómo se hallan ensamblados en la historia y contexto vital del paciente. Coderch piensa que Freud habría terminado por aceptar su “hermeneutismo” de haber vivido más años. Hermeneutismo que sí fue asumido años después, dentro de la psicología del yo, en Norteamérica, por un movimiento de clínicos inconformistas con las explicaciones metapsicológicas o, para ser más exactos, energetistas (Georges Klein, Merton Gill). Llegaron a la conclusión de que la clínica era algo diferente a la metapsicología, pensamiento teórico muy influido por la ciencia decimonónica. Era necesario elaborar una teoría clínica propiamente dicha, más útil para la práctica y con más posibilidades de contrastación empírica. Aunque en su libro de 1976 no utilice el término “hermenéutica”, se puede decir que George Klein es el iniciador de este enfoque en psicoanálisis. Mientras que la teoría clínica busca los significados de la sexualidad en cada caso concreto, para la teoría pulsional sólo se considera desde el punto de vista de la descarga.
Wilhelm Dilthey decía a finales del siglo XIX que explicamos la naturaleza y comprendemos la vida anímica. Ahora bien, para Coderch la cuestión de si el psicoanálisis es una ciencia hermenéutica o más bien empírico-causal es un falso debate (p. 131 y ss.). Es una ciencia “singularmente” hermenéutica que tanto interpreta en términos de comprensión (ciencias humanas), como explica en términos de causalidad (ciencias empírico-naturales), aunque no debe confundirse con estas últimas. Curiosamente nadie pone en duda el carácter científico de la jurisprudencia, la arqueología, la lingüística, etc. El psicoanálisis pertenece a las ciencias humanas. Parte de la observación, la formulación de hipótesis y la construcción de teorías: “Sin embargo, no creo que pueda sostenerse, aunque respeto la opinión de quienes así lo creen, que es una ciencia empírico-natural, ni por su objeto de estudio ni por su metodología, aun cuando algunos defienden que lo que da impronta de ciencia a una actividad humana no es su objeto de estudio sino la metodología científica” (p. 135). Nadie niega hoy en día la importancia de la contratransferencia, y es un fenómeno clave que, en cambio, no afecta al geólogo que estudia una roca.
¿Cómo puede mantener entonces Coderch que el psicoanálisis es asimismo una ciencia que explica por causas? Para ello recurre a la obra del filósofo Donald Davidson, profesor de Berkeley, California, hasta su fallecimiento en el 2003 y antes en otras descollantes universidades norteamericanas. Después de Davidson la diferencia entre razones y causas ha quedado borrosa, dado que, siguiendo su argumento, la razón primaria para una acción es su causa. En consecuencia, las razones, conscientes e inconscientes, de los analizados para sus acciones “tanto físicas como mentales” son su causa (p. 138). La conducta guiada por intenciones es un proceso causal como cualquier otro. Sin embargo, añado por mi cuenta que los análisis intencionales, en tanto análisis de significados, difícilmente se han prestado a los procedimientos habituales de la psicología empírica (experimental y/o correlacional).
Para el positivismo lógico, las hipótesis psicoanalíticas están tan pobremente formuladas que no son hipótesis, sino proposiciones sin sentido. Por otra parte, justifica sus hipótesis mediante el inductivismo enumerativo – repetición de fenómenos de un caso clínico a otro - cuando inductivismo ha caído en el descrédito desde la obra de Karl Popper: el futuro no está lógicamente determinado a repetir el pasado.
La mayoría de los filósofos de la ciencia que han criticado al psicoanálisis han partido de modelos de trabajo excesivamente simplistas, casi caricaturescos. Adolf Grünbaum, uno de los mejor documentados, viene a decir que la metodología psicoanalítica no permite verificar sus hipótesis, por la influencia que ejerce el analista sobre su paciente y por las ideas preconcebidas del primero. Pero el tipo de psicoanálisis al que dirige sus críticas hace mucho tiempo que fue superado. Sería aquel que sigue un modelo rígidamente médico, para el cual la “neurosis” es provocada por las represiones de las pulsiones sexuales, y deben ser curadas por la toma de conciencia.
Coderch sugiere que lo que no podemos hacer es seguir manteniendo que todo cambio que se produce en el paciente se debe a la fuerza curativa de las interpretaciones, sin tener en cuenta otras circunstancias, por ejemplo, el efecto de la interacción o relación entre terapeuta y paciente, lo que no debe confundirse con una mera sugestión como propone Grünbaum. Por otra parte, el psicoanálisis ha dejado de ser un conjunto de hipótesis etiológicas. Ahora es una teoría del desarrollo de la mente y de su funcionamiento, para entender tanto los procesos normales como los patológicos. Se aparta de los modelos positivistas de la psicoterapia, por cuanto no se fija objetivos que puedan ser medidos y calibrados al final del tratamiento, eso sería imponer metas y valores al paciente. El objetivo es que el analizado sea más libre internamente. En principio, el aumento del autoconocimiento no es medible, ni la mejora de las pautas relacionales. Esto le diferencia de las ciencias físico-naturales (p. 148). Estoy de acuerdo con nuestro autor en la escasa repetibilidad o intersubjetividad de la terapia – “replicabilidad” se suele decir – pero, de todas formas, son muchas las pruebas empíricas que se han podido hacer para validar la eficacia de la terapia psicoanalítica a las que se podía haber aludido en este punto, aunque fuera de pasada.
La metodología científica – dice Coderch con acierto - es consustancial al ser humano, p.ej., el marinero o el campesino prediciendo el tiempo que va a hacer. En el psicoanálisis, como en otros campos de la actividad humana, se da un proceso de validación de las partes a la totalidad y de la totalidad a las partes. No puede, sin embargo, equiparar su método con las otras ciencias por la relación emocional con el objeto de estudio. Como había advertido páginas atrás, el geólogo no experimenta contratransferencia con la piedra que está estudiando. Los analistas intentan comprender y modificar una relación afectiva de la que ellos mismos forman parte y no se deben a la metodología de las otras ciencias. Pero las diferencias esenciales en el método no deben llevarnos al aislamiento. Desde los años noventa del pasado siglo, las relaciones con las neurociencias son cada vez más abundantes y fructíferas (p. 155). A partir del año 2000 se publica una revista: Neuro-Psychoanalysis, y detrás de ella existe una sociedad cuyo primer congreso trató sobre la emoción.
Coderch cita un fragmento de Eric Kandel, premio Nobel de medicina y fisiología en el 2000, que no me resisto a reproducir aquí:
... el psicoanálisis todavía representa la más coherente e intelectualmente satisfactoria perspectiva de la mente. Si el psicoanálisis ha de recuperar su influencia y poder intelectual necesita algo más que responder a las críticas hostiles. Necesita ser abordado constructivamente por quienes procuran por él y por una sofisticada y realista teoría de las motivaciones humanas. Mi propósito en este artículo es sugerir una forma mediante la cual el psicoanálisis pueda vitalizarse y desarrollar una estrecha relación con la biología en particular y con las ciencias cognitivas en general.
La neurociencia nos aclarará dudas, evitará errores y fomentará hipótesis, pero nunca deberá ser confundida con nuestro objeto principal de estudio, la vida psíquica. Se nos proporciona un ejemplo brillante (¿una metáfora?) para evitar confusión de límites (pp. 157-158). Para Escuchar una interpretación de la “Sonata del Claro de Luna” de Beethoven es imprescindible el piano, un defecto en el instrumento modifica la audición de la pieza. También una alteración del cerebro modifica la vida psíquica de la persona. Pero en el piano, como en el cerebro, existe la potencialidad de la música, no la música misma.
De este modo pasamos al capítulo cuarto, que trata sobre la neurociencia y la memoria, en lo que atañe al concepto de “transferencia”. Un dato para apreciar la importancia de la neurociencia es el hecho de que ya no se puede mantener que la amnesia infantil sea causada por la represión del conflicto edípico. L verdad es que el cerebro en los primeros años de vida no ha alcanzado la madurez suficiente para el almacenamiento de recuerdos que dependen de la memoria de procedimiento (p. 162). Ahora sabemos que existen varios sistemas de memoria y que, por lo tanto, no hay un solo inconsciente; el inconsciente dinámico freudiano procedente de la represión es uno entre otros.
En lugar de “alianza” terapéutica prefiere hablar de “colaboración”, con menos connotaciones bélicas. Respecto a la alianza, hay dos opiniones: los que piensan que es una relación real con el analista, que no tiene que ver con la transferencia, y los que piensan que toda colaboración con el terapeuta es transferencial, por lo que no hay que ocuparse de la alianza sino de la transferencia, como tal. La primera es más próxima a la psicología del yo mientras que la segunda tiene más que ver con el enfoque kleiniano. Si Coderch prefiere hablar de “colaboración” es porque de esa forma no se centra toda la atención en el paciente, sino que el terapeuta también participa en la tarea, por lo que hay que tener en cuenta su realidad, y la interacción de ambos.
Páginas más adelante nos topamos con lo que nos parece a todas luces una declaración formal de principios relacionales (pp. 170-171) Comienza citando el pasaje de Psicología de las masas y análisis del yo – obra peculiar en el pensamiento freudiano por colocar la identificación como motor en el desarrollo del psiquismo - en el que se formula de forma explícita que, desde el primer momento, la psicología individual es psicología social. La psicología es psicología social porque ambas tienen como objeto la relación. La mente es el resultado de la interacción en el contexto social: “...la patología de la mente es, justamente con la base genética, el déficit en la recepción, por las causas que sean, de las aportaciones que han de provenir de sus primeros objetos” (p. 170). Aparece a continuación una larga lista de autores que encarnan esta nueva perspectiva, empezando por Ferenczi y terminando por el propio Coderch y otros autores contemporáneos. La alianza como lucha es una concepción inadecuada. El análisis no es una pelea contra oscuras fuerzas impulsivas sino una colaboración guiada por la curiosidad y el espíritu de investigación, para ver aquello nuevo que surge en cada sesión.
Es difícil hallar una diferencia radical entre transferencia y relación real. La relación entre paciente y terapeuta es un “emergente” compuesto por la transferencia y la relación real de ambos, pero diferente de ellas. Parecido al tercero analítico del que habla Ogden. Por lo demás, es imposible captar la diferencia entre la realidad percibida y la supuestamente “verdadera”, siempre nos faltará el término de comparación. Como dice poco después, inspirándose en la física cuántica, la realidad la construimos nosotros con nuestra observación. Ahora estamos en mejor disposición para percibir que lo que Dora reproducía eran las relaciones de una adolescente hacia las personas de su entorno actual, y no las primitivas relaciones de objeto como se ha mantenido.
Cuando James Strachey introdujo su concepto de la interpretación mutativa, en un artículo de 1934, no sólo trataba de la interpretación como un medio para la modificación de las relaciones objetales internas, también aludía a la actitud benévola y tolerante del terapeuta, que permite que el paciente lo introyecte para suavizar su superyó, matiz éste que fue radicalmente desatendido.
Coderch propone la siguiente definición de transferencia:
La transferencia es la manera como el analizado organiza su experiencia de la situación analítica de acuerdo con la totalidad de sus experiencias pasadas, tanto conscientes como inconscientes, ya sean estas últimas las propias del inconsciente reprimido o las que constituyen el inconsciente no reprimido de procedimiento” (p. 179).
La contratransferencia es la transferencia del analista. En el “modelo proyectivo” se considera que los elementos de la transferencia ya están presentes previamente en la mente del paciente. En el “modelo organizador” se entiende que la transferencia es co-creada en el encuentro de dos subjetividades, el analista no es un mero observador.
Y ahora vamos a resumir las aportaciones que nos aporta la neurociencia sobre el fenómeno o fenómenos de la memoria. Como muchos sabrán, es corriente hoy en día diferenciar memoria declarativa de memoria implícita. La memoria declarativa se divide en: a) semántica, la de nuestros conocimientos y de los sucesos de nuestra vida, y b) episódica, la de hechos concretos y puntuales. La memoria implícita incluye: a) la memoria de configuración y forma (priming memory), b) la memoria emocional, c) la memoria de procedimiento, que incluye el reflejo condicionado, las respuestas emocionales condicionadas, la memoria de habilidades, de hábitos y de rutinas, y d) la memoria de esquemas relacionales.
Con esta forma de entender la memoria, a partir de sus fundamentos neurológicos, ya no es necesario recurrir a la compulsión a la repetición, ni a una supuesta pulsión de muerte, para explicar la pauta repetitiva de algunos pacientes, resistente al análisis. Ahora sabemos que esa tendencia puede hallarse inserta en la memoria no declarativa, basada en la ansiedad y medidas defensivas. Respecto a la memoria emocional, diremos que una cosa es que una persona recuerde la emoción que sintió en una situación determinada y otra que en un contexto similar a otro pasado surja como vivencia la misma emoción: “Estas emociones condicionadas pueden provocar en el analizado inhibiciones y comportamientos de evitación, defensivos, de agresividad, etc., que obstaculizan gravemente la marcha del proceso si no son reconocidas y, por el contrario, son interpretadas como resistencias” (p. 186).
Lo que más nos interesa, afirma Coderch, es la memoria relacional, grupo de fenómenos a los que el Grupo de Boston denomina “conocimiento relacional implícito”. La interacción continua analista-paciente permite “momentos de encuentro” que hacen emerger una relación implícita compartida. Esta relación produce un cambio en ambos participantes, en sus modelos de relación con los otros. La nueva experiencia está por encima de la interpretación y del insight consciente. Debemos conceder un valor doble a las interpretaciones, pueden servir para hacer conscientes las fantasías reprimidas y también para llevar a la conciencia los patrones relacionales almacenados en la memoria de procedimiento (p.187). Estas pautas de relación están inscritas en los circuitos neuronales. El sujeto puede ser consciente de ellas pero no es capaz de cambiarlas. Lo que sí puede hacer es limitarlas e intentar sustituirlas por otras que inhiban o se sobrepongan a las primeras. Coincide con lo sabido no pensado en la expresión de Christopher Bollas.
La transferencia analítica es una versión más intensa de la transferencia cotidiana. No debemos olvidar que la situación analítica “es una situación excepcional que provoca respuestas excepcionales” (p. 191). Pueden aparecer artefactos transferenciales. Cuanto más distante y serio se muestra el analista, cuanto más insiste en interpretar la transferencia negativa, más artefactos aparecen, en forma de sumisión, culpa, depresión, etc. H. R. Rosenfeld, un autor kleiniano poco sospechoso de diletantismo relacional, recomendaba ser muy prudentes en la interpretación de la transferencia negativa. Ferenczi comentó que algunos estilos analíticos retraumatizan al paciente: “…quien, en lugar de encontrar la ayuda que precisa y que le ha impulsado al análisis, vive de nuevo la misma situación de carencia afectiva, culpabilización y frustración que provocan rabia, agresión y nueva culpabilización en un círculo inacabable” (p. 193). Los analizados viven las interpretaciones como actos de relación y las reinterpretan como actos de tolerancia, interés, acogimiento o como críticas severas, y a menudo, independientemente de nuestra mejor intención.
El capítulo quinto me ha parecido una estupenda introducción a la patología narcisista y al concepto actual de “patologías narcisistas y límites”. Comienza reseñando el hecho de que a las consultas psicoanalíticas cada vez acuden menos pacientes aquejados de las neurosis clásicas, descritas por Freud, y más por síntomas vagos, como sensación de vacío, desorientación, dificultades en la relación, etc. Trastornos que caen bajo la denominación genérica de “trastornos de la personalidad”. Muchos de ellos están inscritos en los trastornos narcisistas. Coderch alude a la diferenciación entre personalidades narcisistas perversas y personalidades narcisistas infantiles, otra manera de distinguir el narcisismo de “piel gruesa” frente al de “piel fina”, según la terminología de Herbert Rosenfeld, siendo mucho más peligroso el primero que el segundo (pp. 205-208). Desde el punto de vista kleiniano el narcisismo es una defensa contra la envidia: narcisismo y envidia pueden ser las dos caras de la misma moneda. Introduce una serie de ideas básicas sobre el narcisismo, partiendo desde el propio Freud, y dando relevancia a una obra no habitualmente citada a propósito de este asunto, El Malestar en la Cultura, de 1930.
En cuanto al debate sobre si existe un narcisismo primario, previo al secundario, Coderch parece decantarse por la idea no de un narcisismo primario sino de una omnipotencia inicial y no diferenciación del objeto. La diferenciación es una ardua tarea que se logra a través del sufrimiento. El narcisista es aquel que pretende negar la dependencia respecto al objeto: “el objeto soy yo” (p. 209). Esto da lugar a que la realidad sea el enemigo mortal del narcisismo. Esta es la base del “narcisismo secundario” y de las personalidades narcisistas habituales en la clínica actual. Si alguien queda adherido al narcisismo primario, dice Coderch, se vería reducido a un estado psicótico permanente. Yo, por mi parte, prefiero entender que la concepción de este narcisismo primario es más un requisito teórico de la perspectiva egocéntrica o cartesiana del fundador. Pero, sin entrar en esta discusión, es razonable la afirmación que aparece en la siguiente página (p. 210) de que el funcionamiento psicótico es la manifestación extrema del narcisismo: “En el funcionamiento psicótico se ataca el conocimiento y la percepción de la realidad, a fin de perseverar en la confusión entre el self y el objeto”. Una parte del self se relaciona con el objeto, demanda su ayuda, mientras que otra parte reacciona furiosamente contra este reconocimiento. Esta parte, que somete a la otra, se corresponde con el self narcisista, perverso y destructivo del que hablara Rosenfeld. Los sujetos aquejados de personalidades son muy frágiles, pues las fantasías de autosuficiencia no resisten la confrontación con la realidad.
A continuación se ofrece un acertado resumen de las dos teorías actuales que más se han ocupado de explicar el funcionamiento narcisista, la de Kernberg y la de Kohut, que no creo necesario resumir, a su vez, aquí. Destacaré la idea de Kohut de que el analista actúa como un selfobjeto, que empatiza con las necesidades del paciente para evitar la retraumatización. La frustración inevitable, en un ambiente empático, ayuda al autoconocimiento y al crecimiento. Cita después brevemente a Stolorow y Lachman y a Mitchell, en lo relativo al tema del capítulo, el narcisismo, y realiza un comentario de corte sociológico sobre la cultura narcisista que nos está tocando vivir. De gran ayuda para el clínico son las recomendaciones técnicas para enfrentarse con el tratamiento de las personalidades narcisistas, que se recogen en el apartado 5.5, una tarea que se resuelve “más allá de la interpretación” o, para ser más exactos, “más allá del contenido semántico de la interpretación” (p. 235).
La trama interactiva es “la compleja red de relación, comunicación verbal y no verbal, transferencia y contratransferencia e influencia recíproca que se establece entre paciente y analista” (240). Cada cambio en esta trama, gracias a que el analista sea capaz de saltar fuera de ella, estableciendo una comunicación más amplia, permite una nueva organización mental – a mí me gustaría decir “vivencial” – que afecta tanto al paciente como al analista. Cuando el paciente crece, el analista también. Desde el punto de vista de la hermenéutica, siguiendo a Gadamer, este es un momento de “fusión de horizontes”. Por la descripción que plantea Coderch, este momento nos parece muy similar a los “momentos ahora”, de los que trataba Alejandro Ávila recientemente. Momentos en los que paciente y analista son capaces de traspasar su propia historia, comprenderse mutuamente y comprenderse a sí mismos: “... el insight es escapar, gracias al diálogo, de algo que nos mantenía cautivos” (p. 241). Al terminar el capítulo, antes del material clínico adicional que se incluye, Coderch expresa la opinión justificada de que siempre ha habido analistas que han sabido establecer una relación adecuada con el inconsciente de sus pacientes, aunque hayan carecido de los conocimientos presentes sobre la relación bebé-padres y sobre la neurociencia. Pararse a asimilar estos nuevos conocimientos sólo puede servir para un mejor progreso.
El último capítulo de Coderch atiende a un asunto de una actualidad cada vez más acuciante. Lleva por título El Difícil Diálogo entre el Psicoanálisis y la Psicoterapia, se entiende – y así lo aclara – que se refiere a la psicoterapia psicoanalítica. Sin que disminuya su calidad intelectual, me ha resultado levemente decepcionante, aunque esto no es seguramente responsabilidad del autor, sino que depende de la ambigüedad del asunto y de la complejidad del momento histórico. En la medida en que no hay un criterio o criterios claros, universalmente aceptados, para distinguir psicoanálisis de psicoterapia psicoanalítica, difícil será establecer su relación. Según parece, cada vez hay menos gente dispuesta a invertir grandes sumas de dinero en su tratamiento analítico, durante un tiempo prolongado y, además, ocupar cuatro o cinco tardes en semana. Esto ha propiciado que muchos psicoanalistas relajen sus condiciones para así poder aceptar pacientes en psicoterapia y para buscar los procedimientos con que transformar un tratamiento que comienza como psicoterapia en un psicoanálisis. Algo impensable hace unos años.
Tal vez el punto fuerte en la argumentación de Coderch se halle en el siguiente párrafo:
Yo pienso que en la psicoterapia, en contraste con el psicoanálisis – en el que el análisis de la transferencia se considera central en las intervenciones del analista, las interpretaciones transferenciales no han de ocupar un lugar predominante en las intervenciones del terapeuta. En la psicoterapia son también, a mi parecer, más importantes las interpretaciones extratransferenciales que inciden en aquellas zonas en las que el mundo interno del paciente se externaliza y se reproduce en las relaciones con los familiares y las personas de su vida cotidiana. Por tanto, son de gran importancia las interpretaciones de las fantasías inconscientes y mecanismos de defensa que se hallan en la base de las dificultades que le han llevado a solicitar ayuda (p.257).
Advierte unos párrafos después su desacuerdo con los intentos por utilizar el número de sesiones como criterio de diferenciación. Tampoco considera imprescindible que se produzca la regresión – más probable en la cura tipo – para que se puedan trabajar los aspectos transferenciales. Aunque me parece correcta la caracterización que se ofrece de ambos campos de ejercicio creo conveniente plantear ciertas matizaciones. Para comprender adecuadamente mis observaciones hay que tener presente que Coderch ha evolucionado en sus posiciones teóricas desde la práctica del psicoanálisis ortodoxo, mientras que el que suscribe siempre ha trabajado como psicoterapeuta de orientación psicoanalítica. Según mi experiencia, la relación que se ha desarrollado con algunos pacientes ha permitido el análisis en profundidad de fantasías inconscientes, mecanismos de defensa y aspectos transferenciales, mientras que con otros no se ha podido pasar de señalamientos superficiales, sobre pautas repetitivas de comportamiento, creencias erróneas y actitudes, con tomas de conciencia relativas, es decir, las terapias se han distribuido desde la psicoterapia psicoanalítica profunda a las formas más o menos “de apoyo”. Entre otras cosas, yo no elijo a mis pacientes y menos en la época prolongada que trabajé en consulta pública. Ahora bien, y esto es importante, los pacientes del primer grupo, llamémosle de “psicoterapia profunda”, han sido habitualmente los más propicios para aceptar un encuadre de dos sesiones semanales, con el añadido de una sesión de grupo semanal (90 minutos) o mensual (tres horas)[2]. Sin pretender zanjar definitivamente la cuestión, diré que no es que al aumentar la frecuencia de las sesiones se logre un trabajo más profundo y completo sino que las personas que aceptan este modelo son las más dispuestas a colaborar en la tarea del autoconocimiento, y también las que más se benefician, por regla general, de este encuadre.
Como informábamos al comienzo, el libro se cierra con un capítulo de Joana María Tous sobre La Pluralidad del Psicoanálisis Infantil que no desmerece en absoluto del conjunto. Para Tous no existe una diferencia esencial entre el análisis de niños y el de adultos, salvo diferencias de encuadre. Expone con bastante extensión y acierto las valiosas aportaciones de Melanie Klein al análisis de niños, con su introducción de la técnica del juego, sustituto de la asociación libre. No rehuye en esta parte reseñar y responder de forma matizada a las críticas de que se ha hecho acreedora Klein, sobre todo en sus principios teóricos. La lectura de este capítulo nos da las claves de una evolución importante para el posterior enfoque relacional en psicoanálisis, desde la enunciación de la teoría de las relaciones objetales kleiniana a la obra de dos autores fundamentales, que son Winnicott y Fairbairn, responsables del giro de las explicaciones instintivistas a la comprensión del trastorno como producto de carencias ambientales tempranas. Me llena de satisfacción que cada vez se reconozca más el valor de Fairbairn en la historia del psicoanálisis, autor que vengo estudiando desde hace un par de lustros. Estoy de acuerdo con ella en que la lectura y comprensión de Fairbairn a menudo no es sencilla y en que seguramente fue el primer autor que se planteó la superación de la teoría pulsional – si se exceptúa un paisano escocés menos conocido, Ian Suttie (1889-1935) -. No obstante querría corregir el dato de que sus aportaciones son posteriores a las de Winnicott. Fairbairn (1889-1964) sólo era siete años más joven que Melanie Klein (1882-1960), y siete años mayor que Winnicott (1896-1971), escribió su primer artículo psicoanalítico en 1927 y antes de 1940 ya había publicado una veintena de trabajos, aunque ciertamente sus aportaciones más originales al pensamiento psicoanalítico surgen a partir de este momento, en paralelo con Winnicott.
Para terminar mi comentario sólo quiero añadir unas breves palabras de alabanza sobre esta obra, destacada en nuestro panorama intelectual. Si su principal objetivo es el de animar el diálogo entre los practicantes del psicoanálisis, en sus diferentes escuelas y formas, creo que lo ha podido lograr de la mejor manera. Esto es, aportando un libro estimulante, bien escrito y documentado, que no evita los aspectos difíciles y complejos sino que los resuelve con una sorprendente calidad. No se trata de un texto de divulgación, propiamente, pero el lector no encontrará en él exposiciones enrevesadas ni oscuras. La renovación del psicoanálisis contemporáneo se enriquecerá con esfuerzos integradores de este tipo.
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