Comentario de
Claudia Morillo Cury
Una pastelería en Tokio (2015), dirigida por la cineasta japonesa Naomi Kawase, es una delicada y emotiva historia sobre la conexión humana, el paso del tiempo y la redención. La película sigue a Sentarō, un hombre que regenta una pequeña tienda de dorayakis, cuya rutina cambia con la llegada de Tokue, una anciana que le ofrece su receta secreta de anko (pasta de judías dulces). Con una narrativa sutil y una estética poética, el filme fue seleccionado para inaugurar la sección "Un Certain Regard" en el Festival de Cannes y también se presentó en la Semana Internacional de Cine de Valladolid (Seminci) y en el Festival Internacional de Cine de Toronto.
Es una película que se desliza con suavidad, casi como un susurro, pero que deja una huella profunda. No es una historia que busque imponerse, sino una que nos invita a detenernos, a escuchar con paciencia, como quien espera a que el an repose antes de seguir con la receta.
La historia que acabamos de ver es sencilla en su trama, pero de una profundidad conmovedora. Nos habla de la exclusión, del paso del tiempo, de la vejez y la transformación a través del vínculo. Nos cuenta cómo tres personas, cada una a su manera rota, encuentran en el otro un espacio para resignificar su historia. La pastelería donde se cruzan sus vidas es un punto de encuentro, pero también un escenario donde se pone en juego la posibilidad de reparar, de construir algo distinto, aunque sea en lo efímero de una rutina que, antes de conocerse, parecía inmutable.
Nos sumerge en una historia de encuentros, pérdidas y reparaciones a través de la relación entre sus personajes. Tokue, una anciana con manos deformadas por la lepra, llega a la vida de Sentarō, un hombre atrapado en una rutina sin sentido, y de Wakana, una adolescente que busca su lugar en el mundo. Este triángulo relacional nos permite explorar cómo los vínculos pueden convertirse en espacios de transformación subjetiva, especialmente en la vejez, donde el deseo de ser visto y reconocido sigue siendo fundamental.
La película nos obliga a preguntarnos por cómo entendemos esa última etapa de la vida. Vivimos en una sociedad que se obsesiona con la juventud, que glorifica la productividad, la rapidez, la eficiencia, y en esa vorágine, la tercera edad suele quedar relegada a los márgenes. Se nos habla de la vejez como un tiempo de declive, de pérdida, de final. Pero Una pastelería en Tokio nos muestra otra cara de la vejez: una en la que todavía hay transmisión, en la que la subjetividad sigue viva, en la que el deseo de ser visto, escuchado, reconocido, permanece intacto hasta el último aliento.
Porque envejecer no es solo una cuestión biológica, sino también una experiencia subjetiva profundamente atravesada por la manera en que el mundo nos mira o deja de mirarnos. Durante la mayor parte de la vida, nuestra identidad se construye en la relación con los otros, en el reflejo que encontramos en la mirada ajena. Pero cuando la sociedad aparta la vista, ¿cómo sostener esa identidad?
Tokue es un ejemplo de alguien a quien la sociedad intentó reducir a la invisibilidad, pero que se negó a desaparecer. No se resigna a ser alguien cuyo único destino es la espera de la muerte, sino que sigue buscando una forma de existir en el encuentro con los demás. Su forma de cocinar, su manera de tocar los ingredientes con cuidado, es también su forma de afirmarse en el mundo. Y es ahí donde la película nos muestra una posibilidad distinta de habitar la vejez: no como un tiempo vacío, sino como un espacio en el que aún es posible transmitir, compartir, ser visto.
Tokue es el corazón de esta historia. Ella representa a todos aquellos que han sido apartados, reducidos a una sola dimensión de su existencia. Desde muy joven, la sociedad decidió que su lugar estaba en el silencio, en la distancia, en el olvido. La lepra la convirtió en una “otra” para el mundo, alguien que debía ser borrado del paisaje de lo cotidiano. Pero lo que impacta de ella no es solo su historia de exclusión, sino la forma en que ha decidido habitarla. No se muestra amargada ni resentida; su presencia es serena, como alguien que ha aprendido a escuchar la vida de otra manera. Y es precisamente esa escucha lo que intenta transmitir a los demás.
Cuando le explica a Sentarō cómo se prepara el an, le habla de las judías como si fueran pequeñas vidas que merecen ser comprendidas. Le cuenta cómo han flotado en el río, cómo han recorrido su propio camino antes de llegar a nuestras manos. Y luego dice algo fundamental: no basta con cocerlas, hay que dejarlas reposar. Dos horas en las que no se hace nada, solo esperar.
Aquí es donde la metáfora se despliega en toda su profundidad. Porque la vida también necesita reposo. También necesita pausas, momentos en los que las experiencias puedan asentarse, encontrar su lugar antes de seguir adelante. En nuestra cultura obsesionada con el hacer, con el avanzar, con la prisa, esta idea resulta casi subversiva. ¿Cómo aceptar que a veces el crecimiento no ocurre en el movimiento, sino en la quietud? ¿Cómo entender que, al igual que las judías, hay momentos en los que lo único que podemos hacer es permitirnos ese espacio de espera, de transformación silenciosa?
Y en ese reposo, en esa pausa, es donde realmente se juega el destino de los personajes. Porque si los miramos con atención, veremos que cada uno de ellos ha estado suspendido en una especie de tiempo muerto. Tokue ha vivido décadas aislada, condenada a la invisibilidad. Sentarō, aunque no ha sido apartado físicamente de la sociedad, también ha sido empujado al margen: su vida no es realmente suya, está atrapado en una rutina vacía, pagando una deuda que lo mantiene atado. Y Wakana, aún joven, pero ya con la sensación de que no encaja en el mundo que la rodea, vaga sin un sentido claro, encontrando refugio en un lugar que no es el suyo, pero que le ofrece un mínimo respiro.
Los tres han sido arrastrados por la corriente, golpeados por el viaje. Y es en este encuentro donde encuentran, quizás por primera vez, un espacio para ese reposo, para esa transformación lenta, casi imperceptible, pero profunda.
La película nos habla también del cuerpo. Para Tokue, ha sido su condena, la marca de su exclusión, pero también su forma de resistencia. Las huellas de la lepra en sus manos son cicatrices de un pasado que nunca dejó de perseguirla. Su enfermedad es una herida en sentido literal y figurado: es la mirada del otro que rechaza, pero también el acto de reapropiación de su identidad. Porque esas mismas manos que la sociedad apartó son las que crean algo hermoso, algo que nutre, algo que deja huella. La enfermedad que la relegó al margen no le ha impedido construir, ofrecer, transmitir. En el gesto de hacer an, en el cuidado con el que atiende cada detalle, hay una reivindicación silenciosa: la afirmación de su propia existencia. Su forma de cocinar no es solo técnica, es una manera de estar en el mundo: más pausada, más consciente, más conectada con la experiencia sensorial. Frente a la exclusión, ella no responde con resentimiento, sino con el acto profundo de sostener y compartir lo que sabe hacer.
Sentarō, en cambio, tiene un cuerpo aparentemente intacto, pero cargado de culpa. Su prisión no ha sido la lepra, sino un pasado que lo atormenta y lo mantiene en una especie de castigo autoimpuesto. No se permite desear, no se permite imaginar otra vida. La rutina en la pastelería es su manera de expiar sus errores, de mantenerse en la sombra. Pero es a través de Tokue, de su mirada sobre la vida, que empieza a abrirse la posibilidad de que tal vez no todo esté escrito, de que tal vez pueda existir algo más allá de esa deuda interminable.
Y Wakana, que aún no ha sido marcada por el tiempo de la misma manera, encuentra en Tokue una figura que tal vez nunca ha tenido. No es solo una anciana que le enseña a hacer dulces. Es alguien que la mira, que le habla con ternura, que la invita a ver el mundo de una manera diferente. Para ella, Tokue es como una semilla plantada en su camino, una que quizás todavía no ha germinado, pero que deja algo en su interior.
Cuando finalmente Tokue muere, su ausencia no se vive como una tragedia sino como la cristalización de un proceso de transformación en Sentarō y Wakana. Su legado no es solo el secreto del an, sino la capacidad de haber generado un espacio de encuentro genuino. La película nos deja con la certeza de que incluso en la última etapa de la vida es posible seguir afectando y siendo afectado por el otro, y que en ese intercambio se juega el sentido mismo de la existencia.
Nos quedamos con una sensación agridulce, como con el propio an. Con la tristeza de la pérdida, pero también con la certeza de que algo ha cambiado. Porque lo que la película nos dice, con su ritmo pausado y su mirada atenta, es que incluso en la última etapa de la vida sigue habiendo espacio para la transformación. Que el deseo de ser visto, de ser reconocido, no desaparece con los años. Y que, a veces, un pequeño encuentro puede ser suficiente para reescribir una historia.
Ahora, abro el espacio para compartir reflexiones. ¿Cómo habéis sentido la película? ¿Qué resonancias os ha dejado? Me gustaría escuchar vuestras voces, porque al final, como Tokue nos enseña, lo importante no es solo lo que se cuenta, sino cómo lo recibimos.
|